Hace un año y medio cogí por primera vez una guitarra y, desde entonces, no la he soltado. Aprender a tocarla es un reto mayor al que me dedico con pasión. Si tras este tiempo tuviera que evaluarme, me pondría un 4 en guitarra y un 2 en canto lo cual, lejos de desanimarme, no está nada mal ya que partí del cero absoluto.
Aunque bonito, es un camino lleno de piedras, a veces gordas, y ha habido muchos momentos en los que he estado a punto de usar la guitarra como martillo a lo Pete Townshend o de hacer con ella una hoguera a lo Jimmy Hendrix. Pero cuando, después de intentarlo cien veces, compruebo que de mis dedos sale una tonadilla que se aproxima a ese tema que siempre soñé poder tocar… no tengo palabras, solo emoción. Ahora puedo decir que no soy un completo tarugo con la guitarra y eso mola mucho. Sueño cumplido: ¡sí-se-puede! ¡sí-se-puede!
Hablando de estas cosas con mi profesora (una virtuosa de la guitarra y una santa en su infinita paciencia), me dice que, justamente, está leyendo un libro titulado “Número uno. Secretos para ser el mejor en lo que nos propongamos” en el que, al parecer, se “demuestra científicamente” que el talento, el don, es un mito y que con trabajo todo es posible.
Que currando se consiguen cosas es de cajón, no necesitamos que la “ciencia” venga a demostrar nada; pero de ahí a decir que me van a contar el secreto no sólo para mejorar sino para ser el mejor guitarrista de la historia, el número uno… ¡Aparta Keith Richards, que llego yo! (ya oigo al bueno de Keef partiéndose de risa, él sabe que nadie puede hacerle sombra porque es inmortal).
Denme algunos años más y quizá sea capaz de tocar y cantar en el escenario de un bar sin que me tiren tomates. Pero tocar como como David Gilmour o cantar como Otis Redding… me temo que ni aunque me hubieran regalado una guitarra en mi primera comunión y hubiese vendido mi alma al diablo en el mismo momento de recibir el santo sacramento.
El don, la cosa, el arte, el nosequé, existe aunque no se pueda definir. ¿Saben por qué creo en ello? Porque como lo del don sea un mito y todo sea cuestión de tiempo y esfuerzo me voy a pillar un buen mosqueo, pues eso querría decir que, si desde niño me hubiese dedicado a fondo a tocar la guitarra, habría compuesto Like a Rolling Stone y me hubieran dado el premio Nobel de literatura, y no al Bob Dylan ese. No, lo siento mucho, no todos alcanzamos la excelencia por más que nos empleemos en ello hasta la extenuación lo cual, qué quieren que les diga, da rabia pero no deja de ser en consuelo.
¡Qué manía con que todos somos/podemos/tenemos que ser iguales! Que no, que no se sabe por qué razón unos valen para unas cosas y otros para otras. Y claro que si descubrimos y nos curramos mucho nuestro don y tenemos un poco de suerte igual destacamos y hasta vivimos de ello. Y, en caso de no tener el don natural que quisiéramos, claro que si nos esforzamos mucho quizá lleguemos a tener un rendimiento notable, lo cual es fantástico. Pero, desengáñese, ni usted va a ser Velázquez ni yo Mozart por más que lo deseemos y nos dejemos la piel, ni por más que un señor diga que tiene para nosotros el secreto para que seamos el número uno.
Estos libros de divulgación cientificista (no digamos los de autoayuda) son, muchas veces, una fuente de frustración: nos dicen que ser la bomba es posible y cuando vemos que, por más que nos esforzamos, no llegamos nos sentimos mal y vamos a buscar la solución en otro libro. Menudo negocio. No lea tantos libritos simpáticos y frustrantes, asuma usted que es un ser incompleto y dedíquese a desarrollar su actividad con pasión y disfrutar de ella hasta donde le sea posible. En ingles, don se dice gift, o sea, un regalo de la naturaleza. Tenerlo no es ningún mérito, viene a ser como que nos toque la lotería. El mérito está en el esfuerzo, la constancia, la paciencia, la pasión y demás virtudes que nos llevan a obtener la recompensa que nos hace felices aunque seamos el último de la fila.
Decir que todos tenemos un talento oculto es una bella suposición. Quizá un genio de la escultura se ha perdido en ese agricultor que no tuvo la oportunidad de desarrollar su arte pues desde niño cava zanjas de sol a sol. También quizá, muchos artistas que exponen en museos son un mero producto comercial sin calidad alguna.
En cualquier caso, todos deberíamos tener las mismas oportunidades de descubrir y desarrollar nuestros talentos, lo que precisamente subrayaría lo que nos hace distintos de los demás. Aquí el sistema educativo tiene mucho en lo que modernizarse y abandonar los viejos prejuicios de una democracia mal entendida que mutila al individuo diluyéndolo en la masa. Si en vez de hacer pasar a todos los niños por el mismo camino de forma rígida, se emplearan algunos recursos en descubrir y favorecer sus talentos estoy seguro que serían mucho más felices.
No, definitivamente no todos somos iguales, solo hubo, hay y habrá un David Bowie. Yo me conformaría con tener la mitad de la mitad de la mitad de la mitad de la mitad del talento que tuvo el Duque Blanco y todos los que he nombrado aquí. Pero no caerá esa breva (¿o sí?).
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