Siempre me ha sorprendido que se tomen como verdades cuestiones relativas al inconsciente cuando, en realidad, no tenemos ni idea de qué es ni cómo opera. Desde luego, podemos constatar que, por más que nos consideremos seres racionales, no somos dueños de nosotros mismos en términos de conciencia: hay en nosotros otro proceso mental que nos hace tener sueños locos o cometer lapsus que van de lo gracioso a lo embarazoso. Llamamos a esos fenómenos, manifestaciones del inconsciente. Quizás, si les prestamos atención y pensamos un poco sobre ellas, lleguemos a algunas conclusiones que, al fin, no dejan de ser interpretaciones subjetivas sobre el fenómeno. Poco más. Lo que se construya a nivel teórico sobre el inconsciente no es más que una mera especulación.
Como decía el psicoanalista H. S. Sullivan: "Que nadie se sienta tentado de salir por el mundo hablando del inconsciente, porque es casi seguro que alguien le preguntará cómo llegó a saberlo […] y de ese modo, a mi entender, se convierte magnífica y completamente en un payaso". Efectivamente, cualquier bella teorización sobre el inconsciente, como cualquiera sobre la existencia de Dios, no aguanta un análisis basado en la lógica de los hechos y acaba concluyendo en un acto de fe intelectualmente ridículo.
Sullivan era un pragmático, es decir, lo contrario de un dogmático. Lo que venía a decir es que dada a la imposibilidad de describir el inconsciente desde un punto de vista fenomenológico éste resulta poco útil como objeto de intervención en nuestro trabajo como psicoterapeutas. Sólo podemos trabajar sobre lo que del inconsciente se observa en el modo en el que el individuo se relaciona con el mundo, por ejemplo, en la repetición no consciente de ciertos comportamientos que acarrean determinadas consecuencias para el sujeto. Más allá de eso, cualquier explicación sobre el inconsciente no deja de ser una opinión, una hipótesis sobre la que no podemos construir teorías sólidas y, menos aún, elevarlas a la categoría de verdad. Por tanto, cualquier pretensión de intervenir directamente sobre el inconsciente a partir de teorías preestablecidas podría considerarse una estafa epistemológica.
Como psicoterapeuta, uno no debe dejarse llevar por la fe sino por los hechos que se observan en el decir y el hacer subjetivos del paciente. Porque, si profesa ciegamente la fe en el inconsciente, en el aprendizaje o, qué sé yo, en los chacras, como únicos determinantes del comportamiento, antes o después acabará conduciendo el tratamiento a fin de que cuadre con sus ideales lo que, casi seguro, no irá en favor del paciente.
Tras mis años de formación en psicoanálisis tuve que desprenderme, no sin un esfuerzo crítico considerable, de su dogmatismo, sus consignas recitadas como mantras y su jerga a veces oscura y sin sentido. Sin ese peso trabajo más ligero. Sin embargo, sigo considerando al psicoanálisis, sobre todo en sus vertientes menos ortodoxas, como la teoría y la práctica que mejor aborda la complejidad psíquica del ser humano. Pero no hay por qué establecer teorías especulativas y pretenciosas sobre el modo de entender la subjetividad humana ni el modo de trabajar con ella en psicoterapia. Por supuesto, tampoco tenemos por qué conformarnos con un reduccionismo mecanicista que mira sólo un componente del vasto espectro de la subjetividad, como ocurre en el conductismo.
Un tratamiento psicológico, tal y como lo entiendo, es una experiencia única donde la persona se enfrenta, en un contexto de privacidad absoluta, a su responsabilidad última respecto de su propia vida. Sea cual sea el caso, de lo que se trata es de resolver los problemas que la persona tiene en su vida. No se trata de curar enfermedades, ni de enseñarle al paciente cómo deben hacerse las cosas. Se trata, en una palabra, de promover su autonomía. El terapeuta actúa como facilitador y catalizador de lo que allí acontece. No busquen en ningún manual cómo se hace esto, cuándo uno debe callar y cuándo debe hablar o hacer un gesto. Lo que uno tiene que hacer o decir en cada sesión tiene más de arte que de ciencia y nada está asegurado a priori. Entendida de este modo, la del psicoterapeuta es una posición muy inconsistente. Para ser solvente, el psicoterapeuta debe saber manejarse en dicha inconsistencia siendo intelectualmente autónomo.
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