Viaje alrededor de una fotografía, con Francisco Ayala

Edmundo Font

Ella, una joven y bella –no es pleonasmo- súbdita francesa, como solía decirse en tiempos coloniales, y sobre los 30 años. Él, ya un venerable escritor de nueve décadas en ese momento, y que llegó lúcido hasta morir a los 103; en la foto que le tomé se ve revitalizada su mirada, gracias al influjo de la belleza de esa jeune fille. No insinúo galanteo mayor que la seducción natural que despierta la sempiterna hermosura femenina en un hombre de letras y de artes vitales.


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Francisco Ayala perteneció a la Generación del 27, grupo destacadísimo de creadores de la estatura de Alberti, Aleixandre, Cernuda, García Lorca, Salinas, Guillen, y en el que se incluye también a Miguel Hernández, León Felipe, Dámaso Alonso y Max Aub, una pléyade de intelectuales portentosos que castigó con saña el Franquismo, asesinando a algunos y exiliando a otros en México y en Argentina, como fue el caso de don Francisco.


El escenario de la foto que celebro y cuyos contornos trato de trazar con palabras porque se encuentra sepultada en alguna de mis cajas viajeras, la tomé en un palacete convertido en el museo circunstancial con objetos que pudieron pertenecer al aventurero autor de “Los Cuentos de la Alhambra”, el norteamericano Washington Irving (1783-1859). Lo singular de la instantánea que en vez de mostrar estoy narrando, además del personaje y de su acompañante, fue que se produjo en un pasadizo secreto que la leyenda urbana afirma que desemboca en el corazón de la Alhambra, uno de los instantes más altos de la inspiración arquitectónica del ser humano, en este caso de los refinados y cultos invasores Nazaríes.


La joven francesa a lado de don Francisco tenía rasgos mozárabes y bailaba el flamenco como virtuosa, aunque sin llegar a alcanzar el alto vuelo de los gitanos de las cuevas granadinas. No recuerdo su nombre. Lo olvidé en un rincón de una memoria culposa. Pero preciso, al igual que don Francisco tampoco tuve nada que ver con ella en terrenos galantes. Mantuvimos un encuentro no desprovisto de un sentimiento mezclado de admiración y respeto, una suerte de menage a trois espiritual, con el recio varón andaluz, que ostentaba genialidad y extremada elegancia. Otra cosa hubiera sido si durante los tres días del evento de conferencias al que fui invitado para ese convenio cultural en Granada del año de 1995 hubiera hecho más migas con Bioy Casares; él si, un dandi y maestro en flirteos consumados. Y no es una patraña lo que cuento. El gran escritor argentino describió con pertinencia y en varios volúmenes, su eterna proclividad hacia el universo femenino. En ello Bioy era el reverso de la medalla de su gran amigo, Jorge Luis Borges. Ya don Francisco Ayala, de porte más germano que ibero, se distinguía por una figura que seguiría sirviendo de ejemplo a quienes les interesa la moda “casual” en la indumentaria. En la foto de marras el veterano escritor viste un impecable blazer “espina de pescado” gris, de cashmere, y una adusta corbata de seda negra.


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La bonita joven mencionada tenía también porte cabal como para llevar una discreta minifalda, de las que ya venían de retorno de años pretéritos y que le proporcionaban un toque demodé. Su atracción focal eran unas perfectas cejas pobladas, sin exceso, en un arco equilibrado y gracioso. Era de las pocas mujeres que hoy en día han sabido escapar de modas depilatorias que cercenan a veces las dotes naturales que enmarcan ojos y mirada.


Chantal –para llamarle de alguna forma- nos había acompañado como asistente del encuentro de escritores -que reunió también a Jorge Edwards- y fue una guía inspiradora en esa ciudad única, donde don Francisco bebía gozoso sus scotch en célebres tascas y yo mis vinos de Montilla, que prefiero a los de Jerez.


Así que la visita al conjunto de la Alhambra con la atrayente Chantal como guía, no hubiera quedado completa si don Francisco Ayala no hubiera insistido en mostrarnos la casona donde descubrí, dentro de una vitrina, la primera edición de “Voyage autour de ma Chambre”, ese delicioso periplo literario que escribió el contrarrevolucionario Xavier de Maistre, en 1791, encerrado 42 días, como en la pandemia que atravesamos. Al preguntar por ese nombre tan afortunado para un tan breve relato, Ayala nos dio referencias extraordinarias del célebre libro.


Semanas más tarde, en el Mercat Sant Antoni del carrer Sant Antoni, famoso por los domingos de libros de segunda o hasta docena de manos, me propuse encontrar una edición de ese volumen que tanto me intrigó en la supuesta morada de Irving. Me preparé con un dejo casi esotérico para encontrar esa joya procurada de preferencia en una edición antigua. Me dije, primero, que tendría que aparecer allí en algún momento. Me advertí que si lo divisaba en alguna montaña de ejemplares no debería expresar entusiasmo. Demostrar interés siempre encarece. Así que deambulé disimulando una busca que además debería de ser realizada detenidamente sin preguntar por el libro tampoco.


Esa mañana memorable coincidí en Sant Antonio con otro autor fundamental de la literatura catalana Terenci Moix. El andaba buscando estampillas y viejas postales que coleccionaba y que le servirían de estímulo para esos relatos suyos en que descifraba mundos extinguidos de manera pertinaz y aguda, como en sus reminiscencias egipcias o en su recreación del mundo bonapartista -escribió una novela deliciosa sobre Paulina, la hermana coscolina del emperador corso-.


Saludar a Terenci y a su fiel colaboradora de entonces, no me distrajo de la empresa principal: seguir un olfato libresco que me ha deparado fantasmales coincidencias. Tras continuar el paseo entre los montones de ejemplares sobrevino el milagro. En una mesa desordenada por los clientes asomaba una edición francesa de la célebre obra de uno de los hermanos De Maistre. Di mi viaje final alrededor de esas montañas de letras y contrariando mi propio consejo de cautela me abalancé, atropellando, sobre el “Viaje alrededor de mi Habitación” como si me lo estuvieran arrancando de las manos. Mi viaje con don Francisco Ayala, y la bella Chantal, desde esa tarde de luz mortecina entre olivos andaluces ya había acabado y perdurará también en mi como la del “Viaje alrededor de una fotografía”.

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